Terminado ya el mes de agosto, cuando muchos ya han podido disfrutar de unas merecidas vacaciones, os traigo este post que va de la mano de una confesión que quizá pueda suscitar algo de polémica, pero que en el fondo confío que más de uno comparta en secreto. Para ponernos en antecedentes, he de aclarar que vivo muy cerca un lugar de costa (a menos de 10 minutos en coche). Uno de esos lugares en los que el sol brilla, el mar acaricia la arena, la brisa marina refresca el bullicio de las terrazas al aire libre y que es un destino vacacional por excelencia para muchos. Y aunque vivo muy a gusto aquí durante todo el año, hay un pero … (efectivamente, siempre hay lugar para un “pero”). He de admitir que en lo más profundo de mi corazón, ya en julio he empezado a contar los días para que llegue septiembre y que con el vuelva a haber huecos en las playas, hacer la compra deje de parecer una yincana y el tráfico deje de parecerse a una película de terror.
No me malinterpretéis, sobre todo si habitualmente os suele gustar veranear en lugares costeros. Este post no va dirigido, ni muchísimo menos, contra quienes disfrutan de unos días de descanso en la playa, es más me gustan la energía veraniega, la vidilla que tiene el paseo marítimo, el ambiente de bullicio en los chiringuitos y esos atardeceres que parecen de postal. Pero cuando llega el mes de julio y mi entorno se empieza a llenar hasta los topes, también suelen empezar a aparecer algunos … llamémoslos “desafíos veraniegos” que en algún momento puntual te suelen hacer añorar la tranquilidad de la temporada baja.
Una de las primeras señales inequívocas de que la temporada veraniega ya está aquí es que aparcar se convierte en misión imposible. Encontrar un hueco para aparcar y llegar a tu lugar de trabajo o simplemente hacer un recado en julio y en agosto equivale a jugar a la lotería. Da igual cuantas vueltas des o lo temprano que salgas de casa, siempre parece que has llegado tarde y el único hueco libre está a varios kilómetros de distancia de tu destino. Eso por no hablar de esos momentos de frustración en los que crees que has visto un aparcamiento, pero a medida que te acercas descubres que alguien fue más rápido que tu o que ya hay una moto aparcada en esa plaza. Pero, ¡bendito septiembre! En cuanto el mes asoma, la ciudad recupera su tranquilidad, los coches desaparecen, y de nuevo se puede aparcar en un tiempo y a una distancia razonable. ¡Sin estrés!
Otro fenómeno que acompaña a los meses de julio y agosto, es que incluso antes del amanecer empieza a aparecer en las playas una cantidad impresionante de sombrillas, sillas y toallas abandonadas, marcando territorio en primera linea. Y lo más curioso es que muchas de ellas pasan horas y horas sin que nadie las reclame. Ahí están, dominando la arena, impidiendo que nadie se acerque demasiado a la orilla, mientras sus dueños parecen haberse desvanecido en el aire. No sé si los dueños de esos aparejos de playa se pondrá el despertador a deshoras para que nadie les quite su espacio reservado o si habrán descubierto una nueva forma de tomar el sol sin ser detectados por el ojo humano. Lo que si sé, es que con la llegada de septiembre las sombrillas abandonadas y sus dueños desaparecen con la misma rapidez con la que llegaron, y uno puede, por fin, disfrutar de un chapuzón sin tener que sortear un mar de textiles multicolores.
Hay otro clásico veraniego más, que me deja perpleja cada año es la expedición al supermercado. Durante el resto del año, hacer la compra es algo rutinario, más o menos llevadero. Pero en julio y agosto, ir al súper es como participar en una especie de maratón. Las estanterías se vacían en un abrir y cerrar de ojos, hay gente discutiendo por la última sandía o el paquete de patatas fritas. Y claro, luego está el arte de maniobrar entre carritos, niños corriendo y personas que parecen estar allí solo para socializar. Pero en cuanto septiembre asoma por la esquina, todo vuelve a la normalidad. Los pasillos se vacían, los productos regresan a sus lugares habituales, y el supermercado recupera esa atmósfera tranquila que tanto se extraña durante los meses de verano.
Entonces, ¿Qué tiene septiembre que lo hace tan especial para quienes vivimos en regiones costeras? No es solo la vuelta a la rutina, ni la bajada de temperaturas (que también se agradece, no lo voy a negar). Es como ese amigo que llega después de una fiesta ruidosa y te invita a sentarte a charlar en calma, disfrutando del paisaje sin prisas. Es volver a pasear por la orilla de la playa sin tener que hacer zig-zag entre sombrillas y castillos de arena.
Y no, no tengo nada en contra de los veraneantes ¡ni mucho menos! Después de todo, ellos también son parte de la magia de vivir en un lugar como este. Pero, como en todo, también necesitamos un respiro. Y septiembre, es ese suspiro de alivio que nos devuelve nuestra pequeña porción de paraíso.